Egeria, una mujer aventurera en el siglo IV

Mapa de Madaba

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Contemplaba la puesta de sol, el astro rey caía tras una inmensa duna mientras el cielo se teñía de rojo. Hacía pocos días había ascendido a la cima del monte Sinaí para conocer el lugar en el que Moisés recibió las tablas de la ley y se sentía dichosa por haber cumplido uno de sus sueños. La dureza y sequedad del terreno no disminuían un ápice la belleza del espectáculo que admiraba. Recordó los verdes valles de su tierra natal y pensó que la naturaleza tenía muchas caras, pero que todas eran admirables. Resuelta  a hacer partícipes a sus hermanas de las peripecias del viaje, se dirigió de vuelta al campamento. Encendió una lucerna y bajo la tenue luz de la lámpara comenzó a escribir sobre las cosas que había visto y las experiencias que había tenido en las últimas jornadas. A pesar del cansancio acumulado durante los largos días de marcha, no paró hasta completar el relato. Finalmente, agotada, dejó el cálamo y se acostó; por único techo tenía la bóveda estrellada. «En verdad es maravillosa la obra del Señor» —se dijo antes de caer en los brazos de Morfeo.

El relato de el viaje de Egeria fue redescubierto a finales del siglo XIX en una vieja biblioteca de Arezzo, Italia. El códice contenía dos textos, uno con fragmentos de los escritos de San Hilario de Poitiers, el otro, con lo que parecía un diario. Fue esta segunda obra la que más llamó la atención de la persona que tenía que poner orden en aquellos legajos. Constaba de 22 folios, faltaban hojas al principio y al final y no había sido firmada. La lectura de aquellas líneas incrementó las sorpresas: estaban escritas en primera persona por una mujer que había recorrido de un extremo a otro el imperio de los césares.

Crismon

Quizá pueda parecernos extraño que, dado el papel que en la antigüedad clásica se asignó a la mujer, la protagonista de esta aventura fuera una dama. Sin embargo, no debemos dejarnos llevar por las apariencias. Desde que santa Helena, la madre del emperador Constantino, llevara a cabo una peregrinación a los santos lugares a finales del siglo III, muchas nobles señoras siguieron su ejemplo. Por ello, el hecho de que la protagonista de este artículo se propusiera visitar enclaves mencionados en la Biblia no era tan excepcional. Lo realmente extraordinario es la tenacidad y arrojo que demostró para llegar a todos los lugares que recogían las Escrituras. Aunque nos parezca difícil de creer, su itinerario la llevó a recorrer tierras de Egipto, Oriente Medio, Asia Menor e incluso Mesopotamia, en un viaje que duró varios años[1].

Pero ¿quién era Egeria? Como hemos mencionado al principio de este artículo, el códice era anónimo, por ello, los estudiosos se afanaron en poner un nombre a la autora del diario. En primera instancia, se supuso que la peregrina había sido Silvia de Aquitania (hermana de un importante personaje de la corte de Teodosio el Grande) porque se sabía que esta distinguida señora había realizado un viaje de peregrinación a Tierra Santa. Algún tiempo después, el estudio de una carta de San Valerio del Bierzo en la que se ensalzaba la figura de una tal Etheria o Echeria, diciendo que era una mujer de gran virtud que había atravesado el Imperio de punta a punta para conocer los lugares que describía la Biblia, proporcionó una nueva referencia para asignar la autoría de la obra. En la carta se afirmaba que esta peregrina había nacido “en el litoral extremo del mar Océano” lo que también permitió aventurar la nacionalidad hispana de la escritora[2].

Casi con seguridad, Egeria era una persona de elevada posición. Incluso se ha sostenido que podía ser pariente del propio emperador, porque, en más de una ocasión, recibe la protección de destacamentos militares que se ponen a su disposición al saber de su llegada. También era culta y conocía bien la Biblia pues en su relato hay continuas referencia a las Escrituras. Pero el rasgo que mejor la definía, como ella misma afirmaba, era su insaciable curiosidad. Todo lo quería ver, todo lo quería conocer y, por eso, todo lo preguntaba.

Fue esta insaciable curiosidad la que lleva a Egeria a emprender un largo viaje desde la antigua Gallaecia hacia Oriente. Un viaje que implica cruzar mares, montañas y desiertos despreciando los peligros inherentes a tal odisea. Sin duda, nuestra aventurera dama se benefició de las infraestructuras que el afán constructor romano había puesto en pie, pero eso no la resta mérito pues viajar a lomos de camellos y asnos, o embarcarse en endebles naves para arribar a destino requería de un espíritu decidido. Constantinopla, Tarso, Jerusalén, Alejandría e incluso Edesa, más allá del Éufrates serán puntos en los que se detenga. Los calores tórridos, los fríos pasos de las cumbres, o los salteadores de caminos serán para ella meros inconvenientes que han de ser soportados para cumplir su objetivo. Atravesará los montes Tauro, ascenderá al Sinaí y al monte Nebo y solo la barrera de las fronteras políticas la impedirá llegar a Ur de los Caldeos pues “allí no tienen acceso los romanos, porque los persas son dueños de todo aquello”. En estos lugares conocerá, a eremitas, soldados, también obispos y para todos tendrá cuestiones con las que intenta aplacar su infinito deseo de saber.

Camello

Finalmente, tras más de dos años de recorrer los confines de su mundo, Egeria vuelve a Constantinopla algo cansada. No sabemos si desde allí regresó a su Galicia natal ya que, la última parte del texto que podía hacernos despejar esta duda, no se ha recuperado. En cualquier caso lo que si podemos afirmar es que fue una de las últimas viajeras que se benefició del entorno de seguridad jurídica y política que supuso el Imperio, pocos años después de su periplo, Roma será saqueada por los godos. Acabará un tiempo y comenzará otro, pero la cercanía de sus palabras y su arrojo nos recuerda que siempre hay espíritus libres que con su empeño nos ayudan a conocer mejor el mundo en el que vivimos. Vaya por ellos este pequeño homenaje. Hoy brindaré a la salud de una mujer que vivió hace 1.600 años, su historia me ha hecho sentir bien.Otro aspecto de la personalidad de Egeria que llama poderosamente la atención es su juicio crítico. Es una devota cristiana, pero intenta comprobar por sí misma lo que cuentan los textos sagrados y, cuando no lo logra, no tiene problema en reconocerlo. Así, en una ocasión en la que uno de sus guías le habla de un lugar en el que podrá ver a la mujer de Lot transformada en estatua de sal afirma sin rubor: “Pero creedme, (…) cuando nosotros inspeccionamos el paraje, no vimos la estatua de sal por ninguna parte, para qué vamos a engañarnos”[3]. Dudar de lo que nos cuentan e intentar conocer la verdad distingue a las personas con pocos prejuicios y, sin vacilación, esta mujer daba claras muestras de sus escasas ataduras.

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[1] Gonzalo Menéndez-Pidal, “Hacia una nueva imagen del mundo”, Real Academia de la Historia, Madrid 2003, pp. 24-27

[2] Un punto que ha suscitado cierto debate es si Egeria pertenecía a alguna comunidad monástica o por el contrario solo era una devota creyente. El único dato que permite aventurar su pertenencia a algún cenobio es que el texto de su crónica se dirige en repetidas ocasiones a sus “hermanas”, pero este hecho no parece suficiente para demostrar que fuera una monja, sobre todo porque el movimiento monacal en Hispania era aún muy incipiente. Véase: Carlos Pascual, “Egeria, la Dama Peregrina”, Revista Arbor (CSIC), Marzo-Abril 2005.

[3] Íbid. p. 460.


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