En el invierno del 928 d. C. Hafs hijo de Omar, encaramado a la muralla, observaba el campamento enemigo al fondo del valle. Sabía que no podía seguir resistiendo, el hambre y la desesperación habían hecho mella entre los habitantes de Bobastro. La otrora inexpugnable fortaleza tenía los días contados. Después de casi cincuenta años plantando cara al poder emiral, aquel tiempo llegaba a su fin. Ni él, ni ninguno de sus hermanos habían sido capaces de preservar el incipiente reino fundado por su padre. Al alba enviaría un emisario a Abd al-Rahmán para informarle de que aceptaría el amán. El miedo le atenazaba el estómago, desconocía si el omeya respetaría los términos del pacto, o si, llegado este punto, debía temer por su vida.
El emir fue fiel a su palabra y le perdonó, la historia de Hafs termina justo en el momento que el poder de los gobernantes cordobeses estaba alcanzando su cénit en el al-Ándalus. Poco después de esta victoria, Abd al-Rahmán III se proclamará califa afianzando su soberanía política y religiosa sobre buena parte de la Península. Empezará entonces uno de los periodos más sugerentes y brillantes de la historia de España. Sin embargo, el medio siglo transcurrido desde que Omar ben Hafsún se pusiera al frente de la revuelta contra la famosa dinastía árabe había sido realmente convulso.
Los orígenes de Omar son discutidos por los historiadores actuales, la hipótesis más extendida es que descendía de una familia noble visigoda convertida al Islam (de ahí su nombre arabizado). Era por tanto un muladí (por entendernos, diremos que tenía la consideración de musulmán “nuevo” a ojos de la aristocracia árabe) y por tanto, como muchos otros, buscaba su lugar en el seno de la sociedad creada tras la caída del reino de Toledo. Altanero y pendenciero, tuvo que huir del solar familiar por haber dado muerte a un hombre en una reyerta. Durante un tiempo se refugió en el norte de África y allí, según la leyenda, un anciano le profetizó que llegaría a fundar un reino. El caso es que cuando las aguas se hubieron calmado, aprovechando la inestabilidad que se vivía en aquellos años en los territorios de al-Ándalus, volvió a las sierras malagueñas poniéndose al frente de una partida de salteadores. Poco a poco, su poder fue creciendo hasta convertirse en un peligro lo suficientemente grande como para que se enviara un ejército para someterlo. Atrincherado en lo que después sería el lugar en el que fundaría su mítica ciudad, rodeado de impresionantes desfiladeros, pudo plantar cara a sus enemigos y negociar. El acuerdo al que llegó lo hizo descender del nido de águilas para enrolarse en las filas del ejército del emir.
Pero, antes de seguir, ¿cómo fue posible que Omar llegara a convertirse en un problema para el poder cordobés? Las razones posiblemente debemos buscarlas en las fricciones que se generaban en una sociedad en la que convivían distintos grupos étnicos y religiosos y que aún estaba en proceso de islamización. En la cúspide del sistema, la aristocracia árabe se había superpuesto a la visigoda que, a través de pactos y matrimonios, había pugnado por mantener su estatus. Fuera de los círculos más altos del poder, muchos bereberes instalados en la Península tras la conquista se sentían menospreciados, otro tanto les sucedía a los cristianos que habían abrazado el Islam (los ya mencionados muladíes) y, aún más, a los cristianos que habían permanecido fieles a su fe (los mozárabes). El desigual reparto de las cargas impositivas y el inevitable ajuste que requería el nuevo orden establecido, había creado el caldo de cultivo para la revuelta. Durante la primera mitad de siglo IX fueron varios los levantamientos que anunciaban lo que ocurriría después. En este contexto, un hombre ambicioso y con grandes dotes de mando, llegó a aglutinar el descontento existente utilizando ese malestar para socavar el poder de los soberanos omeyas. Fue tal su osadía que intentó, incluso, fundar un principado hereditario, pero no nos precipitemos, habíamos dejado a Omar al servicio del emir.
Durante un breve lapso, el joven caudillo, enrolado en las huestes cordobesas, participa en incursiones contras los cristianos del norte destacando por su bravura. Sin embargo, sus orígenes le valen el desprecio de la oficialidad árabe y herido en su orgullo decide volver a la sierra. Esta vez está determinado a cambiar el orden de las cosas y consigue encabezar a numerosos cristianos, muladíes e, incluso, bereberes descontentos con la situación. Haciendo gala de una astucia sin par, sus incursiones se harán cada vez más audaces llegando a dominar un gran territorio. Buena parte de las actuales provincias de Málaga, Granada y Jaén llegarán a estar bajo su control. Su posición le permitirá firmar acuerdos con importantes familias árabes como los Ibn Hayyay de Sevilla (descendientes por línea materna de Sara la goda nieta de Witiza[1]) y formar una alianza que pone en serio riesgo el poder de los emires omeyas. Omar hizo gala de una enorme determinación y no dudó en utilizar el ardid y la violencia para mantener en pie su señorío. Buscó la legitimidad para su incipiente estado enviando embajadas a negociar primero con los abasíes y luego con los fatimíes que gobernaban el norte de África. También pretendió unir a su causa a los Banu Qasi (muladíes como él que se señoreaban en el valle del Ebro) y a Alfonso III rey de Asturias. En la cúspide de su poder llegó a poner sitio a la ciudad de Córdoba siendo derrotado pero logrando escapar para continuar hostigando a sus enemigos.
Entre los numerosos hitos que jalonan la vida de Omar cabe destacar que, en el año 899, abjuró del Islam y se hizo bautizar. Este acto sobre cuyas motivaciones discuten hoy los historiadores, parece que le restó apoyos entre los muladíes. Sean cuales fueran las razones, lo cierto es que nombró un obispo que tuvo como sede la ciudad de Bobastro y que en la misma se levantaron iglesias de factura muy similar a las de época visigoda. Su capital acogió a numerosas almas y en sus alrededores llegaron a construirse villas de recreo. De esta forma, Bobastro, verdadera salvaguarda del poder de nuestro personaje por su carácter inexpugnable, continuará siendo durante tres décadas una enorme piedra en el zapato de los emires cordobeses que deberán emplearse a fondo para someterla. Tras una vida llena de sobresaltos y peligros, Omar muere de forma natural en el año 918 y es sucedido por tres de sus hijos. Los pactos, revueltas y sitios se prolongarán hasta la caída definitiva de la fortaleza en la que se refugiaban diez años más tarde.
El primero emir y luego califa Abd al-Rahmán III mandó destruir la ciudad de los rebeldes hasta sus cimientos. Además, para desalentar cualquier intento de nuevas insurrecciones, también ordenó desenterrar el cuerpo del caudillo malagueño y crucificar sus restos en una de las entradas a Córdoba. Sus despojos estuvieron expuestos durante más de dos años hasta que una riada se los llevó por delante. Termina así una de las épocas más convulsas que vivió al-Ándalus dando paso a una nueva época que tendrá como protagonista a los califas omeyas.
Hoy el viajero puede acercarse a contemplar las ruinas de Bobastro e imaginar lo que allí pasó. Aún resuenan los ecos de guerreros y los cantos de los monjes. Quizá no lo sabíamos, pero aquellos hombres estuvieron a punto de cambiar el rumbo de nuestra historia.
[1] Sara la goda en El puente del tiempo
Para saber más:
Francisco Ortiz Lozano: Bobastro. La ciudad de la perdición. Gloria y refugio de la cristiandad. Edición del autor, Málaga 2010