Kepler y la necesidad de entender a Dios

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Aunque estaba agotado por las largas noches de vigilia no sentía el cansancio, una emoción indescriptible lo había embargado, el anhelo de una vida se hacía realidad. Por fin había dado con la solución, el orden cósmico seguía estando allí, había vuelto a encontrar a Dios cuando todo parecía perdido. La obra del Creador tenía que responder a un plan perfecto y él había sido capaz de desvelar el secreto. Con mano trémula tomó la pluma y la introdujo en el tintero, tenía que dar cuenta de aquel frenesí que le dominaba:

«… nada me retiene ya, y me complazco en permitirme el furor sagrado, y asaltar insolente a los mortales con la franca confesión de haber hurtado los cálices áureos de los egipcios, para construir con ellos el tabernáculo de mi Dios lejos de los confines de Egipto. Si me lo pasáis por alto, me alegraré; si os inflama la ira, lo soportaré. Aquí lanzo los dados, escribo el libro, que lo lean los presentes o los venideros, nada importa; espere a sus lectores cien años, si Dios mismo se ha prestado a esperar seis mil a quien lo contemplara»[1]

La primera vez que leí estas líneas quedé perplejo. ¿Cómo era posible que aquel hombre presentado desde la escuela como la quinta esencia de la racionalidad y el método experimental hablara de los vasos de oro de los faraones? Es más, ¿cómo un teólogo luterano como Kepler insinuaba que en su persona Dios había compartido el misterio de la Creación? Para intentar dar respuesta a estas preguntas, decidí profundizar en la vida y obra del famoso astrónomo alemán. A medida que lo hacía, más fascinado quedaba: para Kepler, las tres famosas leyes no habían sido el epicentro de su trabajo, sino un medio para alcanzar una verdad más elevada.

El descubridor de las órbitas elípticas de los planetas había nacido en Weil der Stadt en 1571 en el seno de una familia venida a menos. Su padre, soldado de fortuna, pasaba largas temporadas fuera del hogar y terminó por abandonarlos. Su madre, hija de un posadero, se ganaba la vida como herborista y sanadora. Katherine Kepler había sido criada por una tía que había muerto condenada en la hoguera por bruja. La relación con su progenitora siempre fue tortuosa, sobre todo cuando, años después, la mujer fue también acusada de brujería y él tuvo que sacar lo mejor de sí para conseguir que no la condenaran (también los protestantes se las gastaban de aquella manera…). A pesar de las dificultades, el joven Kepler ingresó en el seminario Maulbronn. En esta institución los jóvenes luteranos eran preparados a conciencia para poder dar la réplica a los teólogos católicos. De carácter introvertido, el que más tarde sería recordado como uno de los mayores genios de la historia, era menospreciado por sus compañeros que lo consideraban un sabelotodo. Después, continuó sus estudios en la universidad de Tübinger donde descubrió las teorías de Copérnico. Desde el principio nuestro personaje se declaró partidario de la teoría heliocéntrica defendiéndola tanto desde el punto de vista científico como teológico. Aún cuando su destino parecía ordenarse sacerdote, su capacidad como matemático y astrólogo le granjeó una significativa fama. Por ello, fue llamado para ocupar una plaza de profesor en la universidad de Graz en Austria. Fue aquí, dando una clase a sus alumnos, cuando tuvo una idea que llegó a cambiar la forma en que percibimos el mundo.

Durante toda la Edad Media, el pensamiento científico había estado dominado por las obras de los clásicos. De hecho, la formación de Kepler seguía respondiendo al esquema que siglos atrás habían impulsado personajes como San Isidoro. La matemática, la astronomía, la geometría y la música (el conocido como quadrívium) estaban presentes en los planes de estudio de cualquier universidad que se preciara. La Iglesia había hecho suyos los postulados de la antigüedad aceptando el modelo geocéntrico de Ptolomeo y poniendo en la mente de Dios el plan que explicaba las maravillas del universo. El astrónomo alemán estaba convencido que ese plan era aprehensible por la razón y, apoyándose en la geometría, intentó explicar las distancias que separaban los seis planetas entonces conocidos (Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter y Saturno) en función de los cinco sólidos regulares que Platón había descrito casi dos mil años atrás. Fue el convencimiento de que el orden al que Dios había dado forma debía corresponderse con la exactitud geométrica, la que le embarcaría en una aventura de trascendencia insospechada.

Buscando la confirmación de su teoría, aceptó trabajar con el hombre que en aquel momento disponía de las mejores observaciones del firmamento: el astrónomo danés Tycho Brahe. Sin embargo, el recelo reinó entre ambos. Uno disponía de los datos y el otro de la capacidad matemática para interpretarlos, pero ninguno estaba dispuesto a compartir lo que sabía. Según Kepler, Tycho, que había vivido de forma licenciosa rodeado de lujos y cometiendo continuos excesos, murió repitiendo de forma obsesiva la frase «que no parezca que he vivido en vano», pues llegado el postrer momento, le atormentaba la idea de que la desconfianza le había privado de revelar los misterios del cosmos. Tras el fallecimiento, Johannes consiguió que la familia del difunto le diera acceso a los trabajos de Tycho. Ahora disponía de las claves que le permitirían verificar sus hipótesis. Más que amargo tuvo que ser el trago cuando descubrió que las observaciones no se correspondían con lo esperado.

Uno de los gestos que más ensalzan la labor de Kepler en busca de la verdad fue su capacidad para aceptar que podía estar equivocado. Se lanzó a trabajar sin descanso para encontrar la explicación a las diferencias entre la posición esperada de algunos astros (en especial Marte) y la real. Después de muchos intentos, encontró la justificación que tanto anhelaba al darse cuenta de que la órbita del planeta rojo podía ser perfectamente predicha si se hacía corresponder con una elipse en la que el Sol se encontraba en uno de los focos. Fue entonces cuando formuló sus dos primeras leyes. Esto que hoy puede parecernos lógico y sencillo requería de una gran fuerza de carácter. Desde Aristóteles, el movimiento de los astros había sido explicado utilizando únicamente el círculo. Es verdad que algunos astrónomos como el toledano Azarquiel habían propuesto otras figuras como el óvalo al describir el movimiento de Mercurio[2], pero Kepler lo hizo extensivo para todos los errantes. Que Dios no utilizara la perfección del círculo en su creación hacía tambalearse los cimientos del orden que debía  manifestar su obra. Kepler pasaría el resto de su vida buscando la armonía que había destruido al formular su teoría. El Todopoderoso no podía haber hecho las cosas de cualquier manera.

El orden del universo que Kepler atisbaba se tenía que hacer patente en la ciencia que reflejaba la armonía de lo creado: la música. Hoy, a muchos nos es extraño pensar que música y astronomía pudieran estar tan íntimamente relacionadas en la antigüedad, pero la verdad es que así era. Desde los pitagóricos el movimiento de los astros había estado vinculado a las proporciones que generan la consonancia musical y, por ejemplo, las distancias entre los planetas se hacían corresponder con tales proporciones. Al desarrollar sus propuestas Kepler había hecho saltar por los aires la infinita belleza de la Creación. Pasó largas horas de insomnio hasta que dio con la solución y fue esta certeza la que le hizo descansar en paz, llenarse de éxtasis y escribir las palabras que iniciaban este artículo. Se preguntarán muchos de ustedes cómo fue capaz de volver a juntar los trozos del cristal que había pulverizado. Pues bien, el medio, que no el fin, fue su famosa tercera ley del movimiento planetario. Al ligar la velocidad de rotación de los errantes con la distancia al Sol encontró que la armonía musical volvía a manifestarse en la relación entre la velocidad angular máxima y mínima que alcanza un planeta en su eterno deambular. He aquí que la infinita grandeza de Dios volvía a hacerse comprensible utilizando la razón, nada podía ser más importante que eso.

No sé ustedes, pero a mí, que la búsqueda de la belleza guíe uno de los mayores descubrimientos de la humanidad, me pone la carne de gallina. Igual esa es una de las ideas que este mundo sin rumbo necesita rescatar.


[1] Johanes Kepler: “Harmonices Mundi”. Libro V. Proemio


Para saber más:

Stephen Hawking: «A hombros de Gigantes. Las grandes obras de la física y la astronomía». Edición comentada. Ed. Crítica, 2012

Rubén García Martín: «La teoría de la armonía de las esferas en el libro quinto del Harmonices Mundi de Johannes Kepler». Universidad de Salamanca

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