Aquella mañana del año 156[1] de la Hégira apretaba el calor, dos enormes eunucos nubios se afanaban por mover de forma acompasada los pesados abanicos que hacían correr la única brisa de la que se podía disfrutar en palacio. El cielo parecía haberse desplomado sobre la corte abasí de Bagdad y hasta las cigarras tenían dificultad para respirar. Sin embargo, el califa parecía ajeno a las duras condiciones que el estío imponía sobre la tierra entre los dos ríos. Contemplaba absorto los objetos que la embajada procedente de la lejana India le había regalado. Incontables gemas, delicadas sedas y exquisitas obras de orfebrería estaban primorosamente colocadas en una sala adyacente a la del trono. En una esquina, sobre un cojín de color carmesí, descansaba un libro cuya sencillez desentonaba entre tantos objetos preciosos. Deslumbrado por la belleza de aquellos objetos, Al-Mansur daba vueltas a las palabras del embajador. El emisario le había dicho que solo los gobernantes justos eran capaces de apreciar el verdadero valor y que, sin duda, él sabría identificar el regalo más maravilloso. Reflexionó en silencio durante largos minutos, luego tomó una esmeralda de enorme tamaño cuyo fulgor parecía alumbrar la estancia. La levantó para mirarla a contraluz y clavó sus ojos en el interior de la joya, instantes después, volvió a depositarla en el cofre del que la había tomado. Lentamente se giró hacia el manuscrito; con delicadeza, alargó su mano y acarició el pergamino, al hacerlo, una leve sonrisa se dibujó en su rostro.
Efectivamente, aquella obra encerraba un conocimiento que permitiría que la vida de sus súbditos fuera más llevadera, el comercio más ágil, las construcciones más seguras e, incluso, que el enigma que implicaba el perfecto movimiento de los astros pudiera, con el tiempo, ser desentrañado. Por ello, mandó que la obra fuera estudiada y un sucesor suyo encargó que los avances que implicaba se extendieran por el Imperio que gobernaba. Se preguntarán ustedes cuál era ese saber tan maravilloso, pues bien, en las próximas líneas intentaremos responder a esta cuestión.
Durante muchos siglos, las operaciones matemáticas necesarias para el día a día habían tenido que resolverse con la ayuda de los dedos de las manos o, en el mejor de los casos, con ábacos en los que de forma mecánica se movían pequeñas anillas. No sé si lo habrán intentado, pero escribir una cifra de más de cuatro dígitos tal como lo hacían los romanos es una tarea que exige concentración. Este estado de cosas vino a cambiar gracias a la habilidad de matemáticos indios que, ya en el siglo VII, habían estableció las bases necesarias para poder operar usando el cero y nueve sencillos símbolos. En el mundo latino, las letras utilizadas para construir un número tenían un valor absoluto (M=1.000, C=100, etc.) que había que ir sumando o restando conforme a una pauta para representar la cantidad deseada. Con el nuevo sistema, la posición de los caracteres determinaba el valor que se quería expresar (un 1 puede designar miles si va seguido de otras tres cifras, cientos si va seguido de dos, etc.). Ahora bien, donde el novedoso método mostraba todo su potencial era a la hora de realizar cálculos complejos. Utilizando las letras de Cicerón, simplemente no tiene sentido operar en columnas tal como hacemos hoy porque, el lugar que ocupa un carácter, no representa unidades, decenas o centenas. Por ello, los romanos se valían de pequeñas piedras “calculus” distribuidas en casilleros cuando tenían que sumar o restar de forma ágil. Como de la ciudad de Rómulo y Remo siempre queda poso, buena parte del mundo occidental conservó esta palabra para referirse al conocimiento que permite realizar cuentas y cómputos (recuerde también el lector que, en castellano, un “cálculo” de riñón designa una puñetera china alojada en dicho órgano vital).

Reproducción de un ábaco romano. © Trustees of the British Museum
Pues bien, ese era el saber que recogían los libros entregados al califa que hemos mencionado al comenzar este artículo. Pocos años después de que aquella embajada tuviera lugar, un erudito que llevaba por nombre Musa al-Jawarizmi escribió un tratado de enorme trascendencia para la posteridad. Tenía por título “Libro sobre la suma y la resta según el cálculo indio” y en él se explicaba la nueva aritmética. Qué este texto es importante, no lo digo yo, lo dicen ustedes cada vez que pronuncian la palabra guarismo o algoritmo, ya que ambas derivan del nombre del insigne matemático. La obra se difundió por todo el oriente islámico facilitando la vida a científicos, notarios y comerciantes. Posteriormente, utilizando los puentes que entre el islam y la cristiandad significaban la isla de Sicilia y la ciudad de Toledo llegarían al resto de Occidente. Veamos cómo sucedió tal cosa.
A medida que Europa salía de las tinieblas de la alta Edad Media, el afán de rescatar los saberes de la antigüedad y las aportaciones del mundo árabe encontró uno de sus principales consuelos en la labor realizada por la famosa Escuela de Traductores de Toledo. Existen pruebas de que, incluso antes del siglo XI, el uso de los numerales indios ya era conocido en la España cristiana[2], pero será a partir de dicha centuria cuando textos árabes traducidos en la ciudad del Tajo se darán a conocer más allá de los Pirineos. Otra importante vía de difusión de los avances realizados en el mundo islámico en el campo de la aritmética será Italia. En la ciudad de Pisa, al amparo de su magnífica torre, el ahora nuevamente famoso Leonardo Fibonacci escribió un manual llamado “Libro del ábaco” que rápidamente se divulgó entre los mercaderes de las ciudades estado transalpinas durante el siglo XIII. Fibonacci adquirió estos conocimientos en sus viajes a Egipto, Siria y Sicilia y luego los sistematizó para elaborar su tratado. Diremos, a modo de curiosidad, que es en este libro donde se recoge la sucesión de números que lleva el nombre del matemático. A pesar de la notoriedad de este hecho, cuando esta obra vio la luz, la mayoría de los lectores se interesaron más por aprender a llevar mejor las cuentas de sus negocios que a estudiar las peculiares propiedades de la célebre serie.
El caso es que tanto trasiego entre idiomas tendría consecuencias inesperadas. La palabra con la que los árabes designaron al cero fue “al-sifr” que viene a significar “el vacío” y es equivalente al término indio “sunya”. En algunas obras latinas se empleó como traducción la expresión “nulla figura”, pero esta forma de designar el nuevo guarismo tuvo escaso éxito (excepto en el alemán que ha conservado la voz “null”)[3]. En la mayoría de los países occidentales fue la transcripción fonética de la palabra “al-sifr” por el vocablo zephirum la que cuajaría[4] (sepan ustedes que zephirum es el nombre del propicio viento del oeste conocido en España como céfiro). De esta forma, tenemos que un viento viene a ser el origen del término que en varios idiomas (italiano, francés, inglés, español,…) designa el dígito clave que permite realizar cálculos complejos de forma sencilla. Por otra lado, en castellano, la voz “al-sifr” vino a designar todos los guarismos al evolucionar hacia la palabra “cifra”[5].
No deja de ser sugerente que sea la brisa que sopla desde poniente y que en la antigüedad se consideraba portadora de los dones de la primavera la que preste su nombre a una de las más importantes invenciones del hombre. Esperemos que este benéfico soplo haga despertar a nuestros gobernantes y que, cómo el sabio califa, caigan en la cuenta de que el bienestar de sus ciudadanos depende, en buena medida, del conocimiento y la ciencia. Quedarse con una esmeralda hoy es morir de hambre mañana.
[1] 773 d. C.
[2] La transcripción de los numerales indo-arábigos más antigua de Occidente se encuentra en el denominado Códice albeldense de 976 conservado en la Biblioteca del Escorial. Véase: Varia Medievalia vol. 2, pp.172-175 por Gonzalo Menéndez Pidal.
[3] Ibíd., p. 162
[4] Carl B. Boyer: Historia de la matemática. Alianza Editorial, 2010, p. 327.
[5] Lucio Lombardo Radice: La matemática de Pitágoras a Newton. Ed. Laia, 1983, p. 13