Diego Marín Aguilera, el hombre que quiso volar

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El amanecer de aquel día de primavera de 1793 era fresco, corría una ligera brisa aunque estaba despejado. Diego hizo las últimas comprobaciones y con la ayuda del herrero y de su hermana trasladó el artilugio al borde del escarpe desde el que pensaba tomar el vuelo. Junto a las ruinas del castillo, buscó en el horizonte una referencia que le ayudara a orientarse. Quería ir a Burgo de Osma y luego a Soria, para volver, pasados unos días, a Coruña del Conde. Así se lo hizo saber a quienes lo acompañaban. El corazón le latía con fuerza, había pasado los últimos años de su vida trabajando en aquel proyecto. Recordó los días de su infancia en los que contemplaba buitres y águilas mientras cuidaba del ganado. Por fin iba a cumplir su sueño, compartiría el azul del cielo con aquellas aves majestuosas a las que había estudiado durante horas y horas. Su hermana intentó disuadirlo en el último instante, no era cabal arriesgar la vida saltando desde aquel alto. La joven temía por la salud de Diego, pero también se preocupaba por las consecuencias de aquel atrevimiento. ¿Qué dirían los vecinos y el cura? Intentar volar era cosa de locos o brujos.

Diego se lanzó y, para sorpresa de los escasos testigos, no cayó como una piedra. La máquina le permitió planear e incluso tomar algo de altura al accionar el mecanismo que batía las alas. Sin embargo, tras unos cuatrocientos metros, un perno se rompió y perdió el control del ingenio. Hombre y máquina tomaron tierra al otro lado del río Arandilla. Los ingenieros que construyeron los dos puentes romanos que cruzaban este afluente del Duero en la localidad nunca hubieran podido imaginar algo igual. El aterrizaje fue, como se pueden ustedes imaginar, todo menos suave. Aquel adelantado a su tiempo sobrevivió, pero sus huesos se llevaron la peor parte.

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Pastor en los campos burgaleses, Diego Marín era de condición humilde. Quedó huérfano de padre en la infancia por lo que muy pronto se tuvo que poner a trabajar para ayudar a la familia. El difícil ambiente en el que se crió le privó de estudios, sin embargo, estaba dotado de una brillante inteligencia. Gracias a este don y un corazón de natural bueno, dedicó algunas de sus invenciones a ayudar a sus vecinos. Entre otras cosas, diseñó un dispositivo para cortar mármoles en unas canteras cercanas, mejoró el mecanismo que movía el molino del pueblo e ideó un sistema para azuzar a las caballerías en las faenas agrícolas. A pesar de este talento, su nombre no hubiera pasado a la historia si no se hubiera atrevido a soñar con lo imposible.

Por su oficio, pasaba muchas horas en el campo cuidando de los animales. Allí dejaba volar su imaginación contemplando el majestuoso vuelo de las aves que señoreaban el territorio. La natural curiosidad de aquel hombre de mente despejada le llevó a preguntarse por qué volaban aquellas criaturas y concibió la idea de imitarlas. Diseñó trampas y cepos para capturarlas y así poder estudiarlas. Las pesaba y medía intentando descifrar las proporciones que otorgaban la facultad de surcar el cielo. Seguro de poder lograrlo, embaucó al herrero del pueblo y, poco a poco, lo que había nacido como una quimera fue haciéndose realidad. Seis largos años trabajó día y noche en su personal proyecto hasta conseguir dar forma a la máquina voladora. No sabemos cómo era el artefacto con el que se lanzó en los brazos de Eolo pues, tras el accidente, familia y vecinos aprovechando el periodo de convalecencia del osado piloto lo destruyeron. Creían de esta forma ayudar al bueno de Diego ya que, según decía, estaba dispuesto a intentarlo de nuevo en cuanto abandonara la cama en la que se veía postrado. Algunos apuntan a que el miedo a que la Inquisición pudiera intervenir también alentó aquel destrozo, aunque este extremo no está claro. En aquellos tiempos el Santo Oficio no era sino un recuerdo de lo que había sido y es difícil saber hasta qué punto el vuelo de Diego podía ser considerado un acto de brujería. Recuerden en ese sentido que los globos de aire caliente ya habían hecho separar los pies del suelo a más de un loco desaprensivo. No obstante, vayan ustedes a saber…

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Vista desde el alto del castillo de Coruña del Conde. Al fondo el río Arandilla y el lugar donde aterrizó Diego

Cuando el protagonista de nuestro artículo se recuperó de las heridas más graves, recibió la noticia de que el artefacto volador había sido quemado. El golpe fue aún más fuerte que el del forzoso aterrizaje. No es difícil imaginar el impacto de aquella nueva en el espíritu de ese hombre soñador. Después de tanto esfuerzo se veía solo, sin amigos que quisieran ayudarlo y con unos parientes dispuestos a cortar de raíz aquella absurda idea. La perspectiva de no poder hacer realidad aquel anhelo obsesivo le sumió en una profunda pena que acabó consumiéndolo. A la temprana edad de 44 años, Diego Marín Aguilera dejó este mundo sin saber que mucho después su nombre sería recordado como el de un pionero de la aviación. Eso sí, nadie le pudo arrebatar la satisfacción de saber que aquello que muchos consideraban imposible podía alcanzarse y es ahí donde radica la moraleja de esta historia.

Quien hoy visita Coruña del Conde se verá sorprendido porque, junto a la silueta del castillo, la imagen de un reactor de instrucción del Ejército del Aire domina el alto del pueblo. Se trata de un monumento conmemorativo de la proeza allí acaecida hace más de dos siglos. El viajero también contemplará una escultura que retrata a Diego Marín en su artefacto volador a la entrada de la villa. No son los únicos alicientes para darse una vuelta por allí, además de los puentes romanos antes citados, su iglesia y en especial una ermita en las afueras de la localidad, merecen por si solas el paseo. La pequeña ermita del Santo Cristo de San Sebastián fue declarada Monumento Histórico Artístico de carácter Nacional en 1983 y es un ejemplo de arquitectura ecléctica en la que se dan cita elementos visigodos y románicos junto a materiales de construcción de época romana. Porque, si aún dudaban de si merecía la pena acercarse por estos lares, sepan que el nombre de Coruña deriva del de Clunia, la importante ciudad romana de la Tarraconensis en la que Galba se proclamó emperador. Y es que las ruinas de la urbe latina se encuentran en las inmediaciones y quien se acerque a ellas podrá, entre otras cosas, contemplar el mayor teatro romano de España. Además de Galba, por allí también pasaron Táriq y Almanzor con lo que los ecos de la historia resuenan con inusitada fuerza. Anímense, como han podido comprobar este pequeño enclave guarda buenos momentos para el viajero inquieto. Quizá la audacia de Diego al perseguir sus sueños hasta el final les inspire, a mí sí que lo hizo.

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Coruña del Conde

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