El repicar de las campanas despertó a la familia justo antes del alba, no había duda, tocaban a rebato. Rápidamente el padre cogió en brazos al menor de sus hijos, la mujer apenas tuvo tiempo de llenar una calabaza con agua, cuando salieron del mísero cortijo en el que vivían, los gritos de terror que venían de la aldea vecina confirmaron sus peores temores. Sabían que si no lograban ponerse a salvo, su suerte estaba echada. Si los capturaban pasarían el resto de sus días como esclavos en cualquier baño de Argel. Nadie pagaría el rescate que sus captores pedirían. El hombre maldijo la hora en la que había aceptado ocupar aquellas tierras conquistadas hacía treinta años al reino de Granada. Si salían con vida de esta volverían a Castilla, ninguno de los privilegios que como repobladores les habían sido concedidos merecía aquella existencia llena de incertidumbre por la vida y la libertad.
La escena que acabamos de describir pudo tener lugar en cualquier aldea ribereña del mediterráneo español durante los siglos XVI y XVII. Por razones que se me escapan, la historia de los corsarios berberiscos que durante al menos dos siglos saquearon el levante hispano es muy poco conocida. Este breve artículo intenta dar algunas pistas sobre lo que pasó en aquellos tiempos en las mismas playas donde hoy tostamos nuestros cuerpos durante el estío. Comprobarán lo mucho que han cambiado las cosas…
Cuando visitamos el litoral y contemplamos las ruinas de una vieja atalaya no solemos preguntarnos por qué está ahí. Casi con seguridad, si levantamos la vista (y la especulación y el cemento demoledor lo han permitido) observaremos a lo lejos otra torre que también muda espera que alguien cuente su historia. Forman parte de un proyecto defensivo iniciado en tiempos de Felipe II pero no completado hasta la llegada de los Borbones. Su presencia se hizo imprescindible para defender las costas de los constantes ataques de corsarios y piratas que durante muchos lustros aterrorizaron a quienes allí vivían. Tal fue el miedo que tales incursiones provocaban, que algunas zonas quedaron para siempre despobladas (este es el caso del Cabo de Gata) y se salvaron de la sin razón inmobiliaria del siglo XX. Como decía mi abuela: no hay mal que por bien no venga, aunque en este caso, el bien tardara siglos en llegar.
Torre de Maro en Nerja (Málaga)
Supongo que muchos de ustedes pensarán que el corso levantino es una exageración del autor de estas líneas para llamar la atención, pues créanme, no lo es. Ahí están las crónicas y si me apuran, el decir popular (seguro que en alguna ocasión han utilizado la expresión: “no hay moros en la costa”). También es posible que a muchos lectores no les cuadre que las calas del suelo patrio de un Imperio en el que nunca se ponía el sol estuvieran sometidas a ese ir y venir de los bandidos del mar, pero, aunque parezca increíble, así fue. Veamos entonces si podemos dar las pistas para comprender lo que ocurrió. Una vez más hay que echar la vista atrás para contextualizar un fenómeno complejo, plagado de luces y sombras, al que los historiadores no han prestado excesivo interés.
Para explicar aquellos hechos tenemos que fijarnos en los acontecimientos que marcaron la fase final de enfrentamiento de los reinos cristianos y musulmanes en la Península. Cuando los Reyes Católicos completaron la toma del reino nazarí de Granada en 1492, muchos musulmanes partieron hacia el exilio en dirección al norte de África[1]. Otros, que no quisieron o no pudieron seguir este camino, optaron por quedarse ante la promesa de que sus costumbres serían respetadas y de que podrían seguir practicando su religión. Una vez más, como vamos comprobando en las sucesivas entradas de este blog, tales concesiones por parte de los vencedores (esta vez cristianos) quedaron en papel mojado. Los abusos hacia la población mudéjar se hicieron constantes hasta que el descontento estalló de forma violenta en la conocida como revuelta del Albaicín. En 1501, después de dos años de duros enfrentamientos, se aplastó la rebelión decretándose la conversión forzosa de quienes profesaban la fe del Profeta. La mayoría decidió abrazar la cruz ya que la posibilidad de emigrar se hizo inviable por las condiciones impuestas a quienes querían partir. No crean ustedes que la situación de los que desde ese momento fueron llamados moriscos mejoró, antes bien, los atropellos hacia sus personas y propiedades ganaron intensidad. De esta forma, la humillación y el rencor que esta situación generó actuarían como combustible de la hoguera corsaria que estaba a punto de desencadenarse.
Antes de dar algún detalle más sobre las incursiones que flagelaron el litoral español, tenemos que apuntar otra de las razones que posibilitaron la actuación de personajes como los famosos hermanos Aruch y Jeredín Barbarroja. Durante buena parte del siglo XVI, el Mediterráneo fue el mar en el que dirimieron sus disputas dos superpotencias del momento: la Monarquía hispánica y el Imperio otomano. Los dos bandos en disputa lo hicieron, pero el sultán turco fue especialmente hábil en utilizar la actividad de estos salteadores del mar como medio para desgastar a sus enemigos. Otorgando amparo y legitimación a quienes de otra forma hubieran sido considerados solo piratas, dispuso de hombres y efectivos navales para realizar constantes ataques en los dominios de los Austrias. Túnez y Argel fueron los puertos en los que se constituyeron verdaderos estados corsarios que, a pesar de los ataques y éxitos de las tropas Imperiales de Carlos V, se las ingeniaron para sobrevivir y crecer hasta convertirse en un verdadero avispero que durante mucho tiempo fue tarea imposible eliminar.
Torre de lobos o faro de la Polacra (Cabo de Gata)
Tenemos ya los ingredientes: una población morisca descontenta (más bien deberíamos decir furiosa y deseosa de responder con la misma moneda a sus agresores) que conoce palmo a palmo cada playa y caleta y un conjunto de arrojados capitanes, protegidos por la Sublime Puerta[2], dispuestos a arriesgar su vida en una industria que podía dar pingues beneficios. El resultado de tal combinación fue ruinoso para quienes, siendo cristianos «viejos», osaban vivir cerca del mar. Los convertidos por la fuerza actuaban desde el interior facilitando las incursiones y enrolándose en cuanto tenían oportunidad en las galeras corsarias. Los argelinos por su parte mostraron un total desprecio por el riesgo que sus aventuras conllevaban y no dudaron en realizar algaradas sobre poblaciones muy alejadas del litoral. De que la cosa fue más que preocupante dan fe las palabras de unos procuradores de las Cortes de Toledo celebradas en 1538[3]:
«Desde Perpiñán a la costa de Portugal las tierras marítimas están incultas bravas y por labrar y cultivar; porque a cuatro o cinco leguas del agua no osan las gentes estar»
La situación que reflejan estas líneas se mantendrá, con más o menos intensidad, durante todo el periodo en que gobernaron los Habsburgo. Evidentemente hubo momentos en los que la presión se alivió. Por ejemplo, tras la victoria de Lepanto, la situación de los corsarios que servían a las órdenes del turco se vio seriamente comprometida. También tuvieron cierto éxito el levantamiento de torres de vigilancia y el empleo de buques armados para patrullar las costas (aunque la necesidad de concentrar los efectivos navales en el Atlántico para proteger el comercio de Indias restó eficacia a esta medida). Sin embargo, a pesar de estos logros y esfuerzos, a lo largo del siglo XVII, los ataques continuaron.
Habrá que esperar a la llegada de Felipe V, para que por fin se pongan los medios suficientes para proteger unas poblaciones en las que, a los sinsabores del día a día, había que sumar la amenaza permanente de los ataques de los de «allende». Con todo, según los estudiosos, el verdadero motivo del paulatino declive de esta modalidad de piratería, hay que buscarlo en el definitivo traslado a aguas atlánticas de las más importantes rutas de comercio. El Mare Nostrum habrá dejado por entonces de ser el lugar en el que las potencias del momento dirimen sus diferencias dando paso a nuevos tiempos y diferentes amenazas.
Así que, si este verano tienen la suerte de pasar unos días tumbados en una de las playas del Mediterráneo, estén atentos mientras se untan el protector solar, no vaya a ser que el espectro de un viejo bajel corsario les pille desprevenidos. Ya saben lo que dicen, “haberlos haylos”.
Las calas recónditas y escondidas como esta fueron el lugar de atraque preferido por los corsarios
[1] De una población aproximada de 300.000 personas, se calcula que la mitad abandonaron sus hogares para ir a vivir al otro lado del estrecho. Ver: Ramiro Feijoo: La ruta de los corsarios. II.- Murcia y Andalucía. Ed. Laertes, 2000, p. 25
[2] La «Sublime Puerta» es un término utilizado para referirse al Imperio otomano.
[3] Op. cit. supra. Ramiro Feijoo p. 13
Para saber mucho más sobre piratas:
Ramiro Feijoo: Corsarios Berberiscos. Españoles contra renegados. Ed. Belacqva, Barcelona 2003
Cruz Apestegui: Los ladrones del mar. Piratas en el Caribe. Corsarios, Filibusteros y Bucaneros. 1493-1700. Ed. Lunwerg, Madrid 2000