Que España es diferente, es un lugar común en muchas conversaciones, sin embargo, tal afirmación puede que tenga sentido cuando contemplamos nuestra historia en perspectiva. En esta ocasión nos ocuparemos de algo que distinguió a nuestro país durante siglos: la denominada Era Hispánica.
Contabilizar el paso del tiempo ha sido una preocupación para todas las culturas: egipcios, chinos o romanos intentaron poner orden para referirse a hechos pasados (o previstos) en términos que sus compatriotas pudieran entender. El calendario es importante para cualquier sociedad puesto que determina acontecimientos relevantes como las faenas agrícolas, las festividades religiosas y, cómo no, los periodos fiscales… No es de extrañar entonces que los gobernantes siempre hayan intentado estandarizar el cómputo del tiempo en los territorios bajo su dominio.
Posiblemente el calendario con mayor difusión e impacto en la vida de muchos hombres fue el que estableció Julio César (de ahí lo de calendario juliano). César fue muchas cosas, pero de astros y conjunciones sabía lo justo. De modo que, para fijar el método con el que se contabilizaría el paso de la vida, contó con la ayuda de un erudito Alejandrino de nombre Sosígenes. Parece que la participación del sabio egipcio en la tarea fue “sugerida” por Cleopatra, así que, una vez más, nos encontramos con que el amor está en el origen de las cosas más insospechadas. El caso es que este almanaque viene determinado por la duración del año solar que es la referencia a la que intenta aproximarse lo más posible. Con algunas reformas (la más importante fue la denominada gregoriana), este calendario es el que seguimos utilizando hoy y su pervivencia nos da una idea de la validez de su planteamiento. Ahora bien, todo calendario tiene que tener un hecho relevante que le sirve de origen y es aquí dónde comienza nuestra historia.
Los romanos, siempre aquejados de una practicidad rayana en la obsesión, decidieron que el inicio de su era coincidiera con el de la fundación de la Ciudad Eterna. De esta forma decían que un suceso histórico había ocurrido en tal o cual año “ab urbe condita ”[1]. Pasaron los siglos, y al consolidarse el cristianismo durante la Edad Media, se impuso el calendario que tenía como hito fundamental la llegada del Salvador a la tierra. Por ello, el primer año de esta nueva era se hizo coincidir con el que se suponía había nacido Jesucristo. Decimos se suponía, y decimos bien, porque el cálculo se realizó mucho tiempo después de aquellos acontecimientos y al monje que le encargaron la tarea de establecer la fecha (se llamaba Dionisio y era apodado “el exiguo” por su corta estatura) las pasó canutas para dar con el dato y, casi con seguridad, le bailaron varias vueltas de nuestro planeta alrededor del Sol.
De esta suerte, a partir del siglo VI, en la mayoría de los países de Europa donde el cristianismo había arraigado, poco a poco, se comenzó a datar los acontecimientos en función de la nueva fecha de referencia. Sin embargo, aunque nos cueste creerlo, en la católica España, haciendo honor a aquello de que somos diferentes, una vez más, fuimos por libre.
Supongo que muchos de ustedes se preguntarán cuál fue entonces el hecho que servía para establecer el paso de los lustros en nuestro país. Pues aunque cuesto creerlo, en la vieja Piel de Toro, la costumbre pudo con la fe. No se impacienten porque para comprender lo que sucedió todavía hay que explicar algún detalle más y, no se crean, la cosa no es segura. Lo primero, como casi siempre, tenemos que volver a Roma para encontrar la pista que nos da la clave de este entuerto. En el año 38 a. C., Octavio Augusto, a la sazón sucesor de Julio César y flamante primer emperador, después de dar por pacificada la mayor parte de la Península (cántabros y astures seguían resistiéndose), estableció un impuesto que debían pagar a Roma los habitantes sometidos de Hispania. Este gravamen se conoció como Aera Hispánica y, por razones algo difusas, va a tener consecuencias más allá de dejar sin un denario a muchos desgraciados (hay que ver lo poco que han cambiado las cosas).
En un giro del destino, en algún momento indeterminado entre los siglos IV y VI d. C. (hay quien afirma que es en un momento anterior), los antes irreductibles hispanos, terror durante dos siglos de las legiones de la República, van a comenzar a utilizar como año inicial de un calendario autóctono el que señalaba, mediante un impuesto, su sometimiento a las águilas del Imperio. No se asombren, somos así, no lo podemos remediar, de un extremo al otro sin solución de continuidad.
Los historiadores han buscado explicaciones para esta peculiar toma de conciencia de la identidad hispanorromana, pero las cosas no están claras. La propagación de este método de cómputo anual por la Península se ha relacionado con diversos acontecimientos. Las propuestas varían desde un posible sentimiento de unidad originado por las invasiones bárbaras, hasta el uso de un sistema de datación nuevo surgido durante el denominado Imperio galo[2]-[3]. El caso es que textos epigráficos[4] y obras históricas[5] de la época señalada comienzan a utilizar el término era o sub-era al registrar acontecimientos importantes.
Durante la fase de dominio visigodo, la costumbre se asienta y extiende configurando un rasgo característica de este periodo. De tal forma nos hicimos a nuestra peculiar manera de contar el tiempo que, cuando en el siglo VI el papa Juan I propuso iniciar la era cristiana en el año que había determinado Dionisio el exiguo, aquí seguimos a lo nuestro. Tras la conquista árabe, en tierras cristianas el sistema perduró hasta casi el final de la Edad Media (con variaciones según los reinos) y, en los territorios del al-Ándalus, los mozárabes también lo mantuvieron durante la mayor parte de la fase de dominio musulmán. El influjo de las corrientes transpirenaicas y la mayor apertura de los soberanos hispanos a las influencias externas, es de suponer que terminaran por hacernos ver que para relacionarnos con nuestros vecinos (aunque fuera a base de tajos y estocadas) era útil contar el tiempo de las misma manera. Por eso la costumbre fue abandonándose. De forma oficial, Castilla, que fue el último territorio en la actual España que utilizó este sistema de datación, acordó su supresión en unas cortes celebradas en 1383. Tenemos entonces que la Era Hispánica estuvo en uso durante al menos un milenio.
Así que ya saben, si alguna se vez se dan con una lápida (Dios no quiera que sea de bruces, no vaya a ser que se hagan daño) en la que una inscripción hace referencia a tal o cual año de la Era, resten 38 a la fecha, así sabrán cuál es realmente el momento al que se refería el ya, casi con seguridad, fenecido escultor.
AB URBE CONDITA es la expresión latina correcta, ya que significa «desde la fundación de la ciudad».
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Gracias Álvaro
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